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Uno mueve a uno, dos mueven a cuatro ¿Cuántos mueves tú?

  San Agustín escribió que quien salva un alma, asegura su propia salvación. Arquímedes pedía una palanca para mover el mundo; los creyentes de hoy necesitamos recitar un millón de avemarías para conmover el ánimo de un solo pecador.               Todos tenemos un impenitente de cabecera, un alma particularmente querida por la que pedimos con esfuerzo redoblado por el padre alcohólico, el hijo que se gasta el sueldo y consume la salud y destruye la paz de los que le rodean a causa de los estragos del juego, el sexo o la droga, el amigo blasfemo que escupe sobre el santo nombre de Dios. Por ellos rezamos novenas, ofrecemos misas o multiplicamos ayunos y penitencias.               Pero, a veces, esa tarea se presenta como un echar andar siempre cuesta arriba, sin llanuras donde repose nuestros pies exhaustos ni puertos de avituallamiento; sin que sople viento favorable que te empuje, aunque sea un poquito. Antes al contrario, el caminar del evangelizador –profesional o vocacional

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